martes, 24 de marzo de 2020

Un cuento de Tolstoi




El conde Lev Tolstoi (1828-1910) vivió una vida larga buscando el perfeccionamiento. En su juventud se inclinó por el éxito y el dinero pero conforme envejecía su espíritu buscaba desesperadamente el sentido de la vida. Analizó en muchos de sus escritos la sociedad de su tiempo y en 1899 publicó su novela: “Resurrección” donde desgrana el mecanismo de la organización social de su época explicándonos nítidamente como se carga sobre los hombros de los de abajo las culpas de los de arriba, especialmente sobre la mujer. Entre sus últimos escritos, cada vez más tendentes a explicar la sociedad y a convencer a cada ser humano de que el camino de la opresión no es el camino, está el cuento que transcribo a continuación. Tal vez hoy pueda ayudarnos a replantearnos la sociedad en este tiempo de comenzar otra vez. Ahora quizá tengamos otra nueva oportunidad para hacer las cosas de distinta manera.

 EL TRABAJO, LA MUERTE Y LA ENFERMEDAD.  (Leov Tolstoi)

(1903) Fábula.
Hay entre los indios de América del Sur la siguiente leyenda:
Dicen que en un principio Dios creó a los hombres de tal manera que no necesitaban trabajar, no necesitaban un techo, ni ropas, ni comida, y todos vivían hasta los 100 años sin conocer la enfermedad.
Pasó el tiempo y cuando Dios volvió para ver como vivían los hombres, vio que, en vez de estar alegres con su vida, cada cual estaba preocupado por sí mismo, disgustados unos con los otros, y tenían organizada la vida de tal forma que no sólo no se alegraban, sino que la maldecían.
Entonces Dios se dijo: esto es porque viven separados, cada uno para sí, y para que no fuese así, Dios hizo que los hombres no pudieran vivir sin trabajar -para no sufrir frío y hambre tenían que construir casas, cavar la tierra, cultivar y coger los frutos y cereales-.
El trabajo va a unirlos -pensó Dios-, uno sólo no puede cortar y transportar la madera y construir una casa, solo no puede preparar las herramientas, sembrar y recoger, hilar, tejer y coser las ropas. Comprenderán que cuanto más unidos trabajen, más producirán y mejor vivirán Y esto ha de unirlos.
Pero los hombres vivían peor que antes, trabajaban juntos -no podían dejar de hacerlo- pero no en común.
Estaban divididos en pequeños grupos, y cada grupo trataba de robarle el trabajo a los otros y todos se estorbaban, gastaban tiempo y fuerza en la lucha, lo que era malo para todos.
Viendo que así los hombres tampoco estaban bien, Dios decidió que las personas no conocieran la hora de su muerte y pudiesen morir en cualquier momento. Se les anunció.
Sabiendo que cualquiera de ellos puede morir en cualquier momento, pensó Dios, no van a enojarse unos contra otros y estropear las horas de vida que les están destinadas. Pero no fue eso lo que pasó. Cuando Dios volvió para ver como vivían ahora los hombres, vio que la vida de ellos no había mejorado.
Los más fuertes, aprovechándose de que las personas podían morir en cualquier momento, sometían a los más débiles, matando a algunos y amenazando de muerte a los otros. Y se estableció una vida en la que sólo los fuertes y sus descendientes no trabajaban y vivían ociosamente. Los débiles trabajaban más allá de sus fuerzas y sufrían por falta de descanso. Unos recelaban de los otros y se odiaban mutuamente. La vida de los hombres se tornó más infeliz.
Al ver esto, Dios, para remediar las cosas, decidió usar un último medio: Envió a la humanidad todo tipo de enfermedades. Pensó que si todas las personas conociesen la enfermedad, comprenderían que las personas sanas tendrían compasión por los enfermos y los ayudarían para que, cuando ellos enfermasen, los sanos los socorrerían.
Y Dios dejó otra vez a los hombres, pero cuando volvió para ver como vivían ahora, vio que desde que les dejó las enfermedades, la vida de los hombres se tornó todavía peor. La enfermedad que, en la idea de Dios, debía unir a los hombres, los había dividido aún más. Aquellos que obligaban por la fuerza a otros a trabajar, también los obligan a cuidar de los enfermos. Y aquellos que eran forzados a trabajar para los otros y a cuidar de los dolientes, estaban tan extenuados por el trabajo que no podían cuidar de ellos y los dejaban sin ayuda. Y para que la visión de los enfermos no perturbase los placeres de los ricos, crearon unas casas donde los enfermos sufrían y morían sin la simpatía de aquellos que tenían pena de ellos, contrataron a personas que las trataban sin piedad, incluso con repugnancia. Más allá de esto, como la mayor parte de las enfermedades eran consideradas contagiosas, recelaban del contagio y no se aproximaban a ellos y se alejaban lo más posible de ellos.
Entonces Dios se dijo: Si ni siquiera de esta manera consigo llevar a los hombres a que comprendan donde está su felicidad, los dejaré aprender a su manera, por el sufrimiento. Y Dios los dejó solos.
Y dejándolos libres, los hombres vivieron mucho tiempo sin comprender que pueden y deben ser felices. Sólo en los últimos tiempos algunos de ellos comenzaron a comprender que el trabajo no debe ser una pose para unos y una esclavitud para los otros, sino que debe ser una ocupación común y feliz para todos, que las una. Comenzaron a comprender que con la constante amenaza de la muerte para cada uno de nosotros, la única cosa racional para cualquier persona consiste en pasar alegremente, en concordia y amor, los años, los meses, las horas y los minutos concedidos a cada cual; así comenzaron a comprender que la dolencia no sólo no debe ser motivo de división, sino que debe ser motivo de amor y de unión entre todos.

Traducido del libro: “Os últimos escritos (1882-1910)” Relógio d’Água Editores, 2018.






lunes, 3 de febrero de 2020

Pessoa







Pessoa es el peso eterno de la cotidianidad. Es el deslumbramiento por la vida repetitiva y solitaria. Cuando mira siempre lo hace desde una insondable tristeza que resalta el brillo del día a día, la humanidad en la repetición de las acciones de los seres humanos. Quizá sea contagiosa su manera de mirar entre asustada y milagrosa, dolorosa y potente, todo mezclado, creando un estilo sencillo y propio.

Para él su obra fue su vida, no escribió para vivir sino que vivió para escribir. Visto así es posible que parezca triste e incluso que lo sea, me acuerdo ahora de Kafka, coetáneo suyo, otro triste y solitario irredento, sobre todo en la madurez de sus días (así fue también Proust en la madurez de sus días).

Fernando Pessoa sostenía sobre sus espaldas el arte, el pensamiento, su vida es el espejo a través del que se refleja la obra, ¡nada más! Quiero aquí acordarme sin nombrar, uno por uno, a todos los seres egoístas  -a la vez que terriblemente espléndidos- que nos han dado sus vidas en sus obras, y son, desde mi punto de vista, maravillosos y dignos de ser leídos y de ser amados.

Un verdadero autor mezcla tanto obra y vida que prácticamente se confunden ambas pero no porque el autor hable de sí mismo, esto puede producirse o no pero no es lo importante,  lo importante es que el autor se alce a la conquista de su evolución artística con tal fuerza que su vocación se convierta en un destino mesiánico, en una necesidad vital que haga que todo en su vida rezume conocimiento artístico y obra.

Solaparse, ser la propia obra, caminar con el peso del pensamiento sin poder deshacerse de él es una manera especial de caminar y de llevar la mochila.

¿Es la mejor manera? ¿Es la únicamente valiosa? ¿Será una forma de distinguir un tipo de autores de otros?... Sólo puedo contestar que Fernando Pessoa pertenece a ellos y que logró un estilo directo, llano e inteligente, cargado de hondura. A día de hoy su lenguaje es totalmente válido y conmovedor, un eslabón al que sumarse a la literatura universal.  

Es posible que su vida, independientemente de su obra, fuera un desastre, en eso no entro.

"Nao sou nada.
Nunca serei nada. 
Nao posso querer ser nada.
A parte isso, tenho em mim todos os sonhos do mundo".