Leo a Thomas
Bernhard desde hace un tiempo, comencé por su obra autobiográfica realizada
en los años setenta: El origen, El sótano, El aliento, El frío, y resulta
un comienzo fructífero pero muy duro, en ellos desgrana su vida familiar, el
internado (en la época nacional-socialista con los constantes bombardeos
aliados sobre la ciudad de Salzburgo y la posterior etapa neocatólica con
semejanzas asombrosas en la castración intelectual de los pupilos), las sucesivas estancias en hospitales, casas de reposos e internados por sus problemas con el
pulmón, problemas que acarreó durante toda su vida, y también sus luchas internas
contra el suicidio. Desde muy temprana edad vio la muerte como algo cotidiano y
la vida como una extrañeza.
Y en todo este proceso siempre
tuvo un lugar privilegiado la música, compartir con otros a través de la
música, la música para restar locura al mundo, para salvarse espiritualmente,
la música y la inteligencia, siempre sus mejores aliados, y permanecer con los
ojos muy abiertos para localizar otras almas sensibles y cuestionadoras,
rotundas y frágiles como la de Paul Wittgenstein (el protagonista de El
sobrino de Wittgenstein).
Respecto a su escritura
honesta y dura produce en el lector sensible un golpe, un volcán de luz a
través del ritmo endiabladamente intuitivo que utiliza, el leit motiv o la repetición,
utilizándolo como si sus escritos fueran una pieza musical inacabable,
indivisible, golpeando al oído de cada espectador-lector, creando un revulsivo para
que nos levantemos del sillón y echemos la imaginación a andar, la consciencia
a andar aunque sea para partirle la cara al músico-escritor (una provocación
literaria a semejanza de la pieza 4’33’’ de John Cage con su no tocar durante
ese tiempo).
La literatura de Bernhard es
hipnótica y avanza a través de la repetición que se expande en bloques, un
nuevo bloque de contenido una nueva repetición, esta técnica está muy
desarrollada en novelas como El malogrado o en Tala y mantiene al
lector tensionado y a la espera de la nueva sacudida. No sabría decir qué me produce
más vértigo si el goce de su prosa o la desesperación ante su prosa.
Otra característica propia del
autor que me alegra sobre manera es su capacidad infinita de crítica, de ser
capaz de ver los hilos a cada aspecto de la vida, la crítica total, el análisis
y la acusación sin paliativos a la sociedad, a las tradiciones, a los sistemas
educativos, a las facciones políticas, a cualquier tipo de poder, incluido por
supuesto el poder artístico y la tontería artística que suelen ir de la mano. Se
trata de la alegría de la No censura que en el mundo naciente unido a la
cancelación pública son los dos cánceres del arte. Pienso que cualquier obra artística
de hoy que esté asentada cómodamente en el mundo sin tensiones es una obra
muerta, muchas expresiones artísticas sin riesgo y amables con el poder convertirá
a sus autores en los Pemanes del siglo XXI, no fue el caso de nuestro autor que
si de algo pecó fue de abrupto, de provocador, lo que causó y le causó bastante
sufrimiento.
Sigo leyendo su obra, es una
adicción que mantendré por bastante tiempo, quizá sea una terapia, una bendita
terapia.
Para terminar dejo un
fragmento de su libro Tala como ejemplo de su escritura:
“Somos débiles y caemos en la
trampa, caemos en la trampa de la sociedad, pensaba en mi sillón de orejas,
porque este piso de la Gentzgasse no es otra cosa ahora para mí que una trampa
de la sociedad, en la que he caído. Porque indudablemente no es otra cosa que
odio lo que el matrimonio Auersberger siente por mí, lo mismo que todas esas
gentes que se han reunido en la sala de música, que por su causa huele ya
francamente mal, esperando a ese actor del Burg que tanto éxito tiene en El
pato salvaje, como no se cansa de decir la Auersberger una y otra vez, pensaba
en mi sillón de orejas. Esperan a ese actor un tiempo que por mí jamás hubieran
esperado, pensaba. El actor del Burg tiene que ser para ellos el punto
culminante, pensaba, ¡ese zoquete teatral y pomposo! Y sólo por ese ser
repulsivo se dejan dar largas desde hace ya dos horas para un banquete que los
Auersberger han calificado una y otra vez de cena artística, porque, como
pensaba en mi sillón de orejas, probablemente califican una y otra vez todas
sus cenas de tales cenas artísticas, cenas que, por lo demás, recuerdo muy bien
como cenas repulsivas” (…)