jueves, 17 de enero de 2019

“El ala izquierda, Cegador I” Mircea Cartarescu








Estoy ante la reseña más difícil de mi vida, nunca dudé tanto, nunca antes tuve la necesidad de volver una y otra vez. Nunca un libro me ardía en las manos como ahora: “El ala izquierda Cegador I” de Mircea Cartarescu, Impedimenta 2018, traducida magníficamente por Marian Ochoa de Eribe.

422 hojas, tres partes. Un muchacho que vive con sus padres en una ciudad, Bucarest. El muchacho (que es el autor) está solo ante su mente y ante el mundo y ante el universo pero su cerebro es un volcán en ebullición. Así comienza Cegador:

“Antes de que construyeran el bloque de enfrente y de que todo se tornara opaco e irrespirable, yo contemplaba Bucarest, durante noches enteras, desde la triple ventana panorámica de mi habitación de Stefan cel Mare.”

Empieza con este realismo claro, conocido, pero su prosa (¿o debería decir su lírica?) pronto se retuerce y busca otros estilos, otra cosa. Ya en la página 18 leemos:

“Y hoy, cuando me encuentro en la mitad del camino de mi vida, cuando he leído todos los libros, incluso aquellos tatuados sobre la luna y sobre mi piel, los escritos con la punta de una aguja en el rabillo de mis ojos, cuando he visto y he tenido suficiente, cuando he desarreglado sistemáticamente todos mis sentidos, cuando he amado y he odiado, cuando he levantado inmortales monumentos de bronce, cuando me han salido telarañas esperando al pequeño Dios, sin comprender durante mucho tiempo que no soy sino un sarcopto que excava canales en su piel de luz antigua, cuando unos ángeles como espiroquetas pueblan mi cerebro, cuando toda la dulzura del mundo me ha agasajado y cuando se ha ido abril y mayo y junio (…)”

Realmente la capacidad de expresión de Cartarescu no conoce límites -aquí radica su belleza- se va transformando constantemente, es grandiosa.

Mircea es un poeta que alarga las imágenes, su poética reflexiva crea en el lector –por destacar tan sólo cambios físicos apreciables a simple vista- un problema serio de exceso de gesticulación, de resoplos, cambios posturales, taquicardias… Sus metáforas son como muñecas rusas que se encadenan en una línea infinita de imaginación, y la realidad-ficción cabalga entre mundos de insectos, de ácaros, de bacterias, de pensamientos que atraviesan al ser humano y a Dios…  amplía, deshoja, tensa el discurso de tal manera que los lectores acabamos devorados –o al menos a mí me ha pasado- nos hace conscientes de nuestro propio laberinto interior:

“Cuando pienso en mí a diferentes edades o en las anteriores vidas consumidas, es como si hablara de una larga serie ininterrumpida de muertos, un túnel de cuerpos que mueren unos dentro de otros. Hace un momento, el que había escrito aquí, reflejado en el barniz oscuro de la taza de café, las palabras <que mueren unos dentro de otros> se ha caído del taburete, su piel se ha desgarrado, los huesos de la cara han aflorado, sus ojos han reventado y rezuman una sangre negra. Dentro de un instante, el que escriba <el que escriba> se desplomará también a su vez sobre el polvo del anterior (…)”

La prosa se exhibe por todos los bordes, sobresale esos bordes y la palabra se desparrama. No hay voluta, arruga, mueca capaz de resumir lo que aquí pasa; los caminos de la literatura, de la poética, del pensar y de los gestos se extienden, son una masa informe, bailarina, densa y flotante.

La vida de Mircea adolescente se interpone a muchas otras vidas, su pasado, los viajes a sus raíces gitanas, las odiseas al estilo homérico que cuentan la leyenda del clan. Y la mariposa, y la sombra de su antepasado mítico. La segunda parte la dedica sobre todo a su madre, la vida de su madre esa mujer como tantas que sin embargo es un gigante bello e impresionante cuyo cuerpo fue arrebatado para el narrador, protagonista, escritor. La mariposa, ahora inserta, convertida en una mancha en la cadera de la madre, la atracción sexual, la reproducción, las bombas alemanas que destrozan Bucarest… De la tercera parte recuerdo al masajista ciego, al agente de la policía rumana del régimen de Ceaucescu, el proceso de la anunciación y engendrar el huevo en una esfera gigante.

“El ala izquierda” es mucho más que todo esto, nada es así realmente, cada cual tiene que leerlo y sacar sus conclusiones.

Mircea no conoce el laconismo, expulsa, vomita los libros como Mozart su música, sin tachón, sin arrepentimiento y esto lo dota de un carácter muy propio, se manifiesta su escritura y una especie de placebo natural impulsa a continuar leyendo a la vez que la prosa infinita, la melodía Wagneriana crea una dureza para el lector que lo deja exhausto, pidiendo a la vez más, más y deseando parar de este bucle eterno…

La comprensión total es inabarcable. O admito que yo no la puedo tener (un exceso de anonadamiento, de estupor me acompaña).

Si no se lee a Mircea Cartarescu, si no se ojea su obra, si se desconoce la marca que apuntará el dedo, algo fundamental nos será vedado. Aunque se descarte después, parte de su fuerza irá siempre con nosotros.

Yo he parado para reflexionar y me está llevando un tiempo necesario mirar las múltiples mariposas marcadas a carne, a sangre, a tinta, a oro, en todos los ojos del mundo ¡Laconismo militante, apiádate de mí!

He comenzado a leer a Cartarescu con este libro y después de leerlo algo no va bien, tengo boca abajo la garganta, necesito coger aliento y asimilar ¿conocimiento?, ¿forma?, ¿filosofía?, ¿belleza?, ¿maldad?

El mundo literario ha sufrido un revolcón del que soy una de sus víctimas.