Estoy ante la reseña más
difícil de mi vida, nunca dudé tanto, nunca antes tuve la necesidad de volver
una y otra vez. Nunca un libro me ardía en las manos como ahora: “El ala
izquierda Cegador I” de Mircea Cartarescu, Impedimenta 2018, traducida
magníficamente por Marian Ochoa de Eribe.
422 hojas, tres partes. Un
muchacho que vive con sus padres en una ciudad, Bucarest. El muchacho (que es
el autor) está solo ante su mente y ante el mundo y ante el universo pero su
cerebro es un volcán en ebullición. Así comienza Cegador:
“Antes
de que construyeran el bloque de enfrente y de que todo se tornara opaco e
irrespirable, yo contemplaba Bucarest, durante noches enteras, desde la triple
ventana panorámica de mi habitación de Stefan cel Mare.”
Empieza con este realismo
claro, conocido, pero su prosa (¿o debería decir su lírica?) pronto se retuerce
y busca otros estilos, otra cosa. Ya en la página 18 leemos:
“Y
hoy, cuando me encuentro en la mitad del camino de mi vida, cuando he leído
todos los libros, incluso aquellos tatuados sobre la luna y sobre mi piel, los
escritos con la punta de una aguja en el rabillo de mis ojos, cuando he visto y
he tenido suficiente, cuando he desarreglado sistemáticamente todos mis
sentidos, cuando he amado y he odiado, cuando he levantado inmortales
monumentos de bronce, cuando me han salido telarañas esperando al pequeño Dios,
sin comprender durante mucho tiempo que no soy sino un sarcopto que excava
canales en su piel de luz antigua, cuando unos ángeles como espiroquetas
pueblan mi cerebro, cuando toda la dulzura del mundo me ha agasajado y cuando
se ha ido abril y mayo y junio (…)”
Realmente la capacidad de
expresión de Cartarescu no conoce límites -aquí radica su belleza- se va transformando constantemente, es grandiosa.
Mircea es un poeta que
alarga las imágenes, su poética reflexiva crea en el lector –por destacar tan
sólo cambios físicos apreciables a simple vista- un problema serio de exceso de
gesticulación, de resoplos, cambios posturales, taquicardias… Sus metáforas son
como muñecas rusas que se encadenan en una línea infinita de imaginación, y la
realidad-ficción cabalga entre mundos de insectos, de ácaros, de bacterias, de
pensamientos que atraviesan al ser humano y a Dios… amplía, deshoja, tensa el discurso de tal
manera que los lectores acabamos devorados –o al menos a mí me ha pasado- nos
hace conscientes de nuestro propio laberinto interior:
“Cuando
pienso en mí a diferentes edades o en las anteriores vidas consumidas, es como
si hablara de una larga serie ininterrumpida de muertos, un túnel de cuerpos
que mueren unos dentro de otros. Hace un momento, el que había escrito aquí, reflejado
en el barniz oscuro de la taza de café, las palabras <que mueren unos dentro
de otros> se ha caído del taburete, su piel se ha desgarrado, los huesos de
la cara han aflorado, sus ojos han reventado y rezuman una sangre negra. Dentro
de un instante, el que escriba <el que escriba> se desplomará también a
su vez sobre el polvo del anterior (…)”
La prosa se exhibe por todos
los bordes, sobresalen esos bordes y la palabra se desparrama. No hay voluta,
arruga, mueca capaz de resumir lo que aquí pasa; los caminos de la literatura, de
la poética, del pensar y de los gestos se extienden, son una masa informe,
bailarina, densa y flotante.
La vida de Mircea
adolescente se interpone a muchas otras vidas, su pasado, los viajes a sus
raíces gitanas, las odiseas al estilo homérico que cuentan la leyenda del clan. Y la mariposa, y la sombra de su antepasado mítico. La segunda parte la
dedica sobre todo a su madre, la vida de su madre esa mujer como tantas que sin
embargo es un gigante bello e impresionante cuyo cuerpo fue arrebatado para el
narrador, protagonista, escritor. La mariposa, ahora inserta, convertida en una
mancha en la cadera de la madre, la atracción sexual, la reproducción, las
bombas alemanas que destrozan Bucarest… De la tercera parte recuerdo al
masajista ciego, al agente de la policía rumana del régimen de Ceaucescu, el
proceso de la anunciación y engendrar el huevo en una esfera gigante.
“El ala izquierda” es mucho
más que todo esto, nada es así realmente, cada cual tiene que leerlo y sacar sus
conclusiones.
Mircea no conoce el
laconismo, expulsa, vomita los libros como Mozart su música, sin tachón, sin
arrepentimiento y esto lo dota de un carácter muy propio, se manifiesta su escritura y una
especie de placebo natural impulsa a continuar leyendo a la vez que la prosa
infinita, la melodía Wagneriana crea una dureza para el lector que lo deja
exhausto, pidiendo a la vez más, más y deseando parar de este bucle eterno…
La comprensión total es
inabarcable. O admito que yo no la puedo tener (un exceso de anonadamiento, de
estupor me acompaña).
Si no se lee a Mircea
Cartarescu, si no se ojea su obra, si se desconoce la marca que apuntará el
dedo, algo fundamental nos será vedado. Aunque se descarte después, parte de su
fuerza irá siempre con nosotros.
Yo he parado para
reflexionar y me está llevando un tiempo necesario mirar las múltiples
mariposas marcadas a carne, a sangre, a tinta, a oro, en todos los ojos del
mundo ¡Laconismo militante, apiádate de mí!
He comenzado a leer a
Cartarescu con este libro y después de leerlo algo no va bien, tengo boca abajo
la garganta, necesito coger aliento y asimilar ¿conocimiento?, ¿forma?,
¿filosofía?, ¿belleza?, ¿maldad?
El mundo literario ha
sufrido un revolcón del que soy una de sus víctimas.
Me la apunto.
ResponderEliminarPues es una reseña muy acertada. Yo ya llevo tres libros de este autor (sin contar este primero de la trilogía) y la sensación es parecida. Como si uno se montara en una caravana alucinatoria de párrafos y más párrafos. Música, cultura, sensibilidad y mucha literatura ha bebido este autor.
ResponderEliminarLeerlo es un placer estético y un vértigo. Y lo de los insectos es casi obsesivo, jajaj.
Saludos.