“En busca del tiempo perdido” es una porquería moral. Apartado el primer
libro (y el último), en los demás Proust se obsesiona con un narcisismo feroz,
con temas como los celos, el deseo o la homosexualidad como vicio.
En su universo no existe el amor sino en la ausencia. Marcel domina brutalmente
el lenguaje, su proyecto planea siempre entre la mentira y la verdad, (una
autobiografía ficticia basada en su propia vida) y cuando se refiere a
Albertina, su amante, la trata mal y la compensa comprándole cosas, le escribe
cartas con muy mala leche aunque con mucha inteligencia y una sensibilidad
grande- burguesa.
Estas palabras las escribí cuando me estaba leyendo “La fugitiva”, sexta
entrega de la serie de siete libros que Marcel Proust confeccionó durante más
de una década, encerrado en su casa, obsesionado con el proyecto y que no
terminó hasta su muerte. Me interesa hacer esta reseña desde mis reacciones a
su lectura y sentir que me lleva por derroteros insospechados que alteran mi concepción
de la literatura.
Amo esta obra tanto como he podido detestarla en algunos momentos de su
lectura, es una obra de extremos, un engendro novelístico y ensayístico con el
autor como protagonista, y en ella pululan personajes tremendamente reales
vistos desde los ojos del autor-protagonista, personajes que van
transformándose con el paso de la lectura que es como decir con el paso del
tiempo. A ratos su prosa es irresistible, muy irresistible, tanto en su
conformación de los personajes, que evolucionan en sus más de 3000 hojas como
en su capacidad ensayística sobre miles de temas. Algunos de los más reiterados
son la vida, la literatura, el paso del tiempo, los vicios, el
amor, la política, el deseo.
“En busca del tiempo perdido” describe un mundo que ha llegado a su fin partiendo
de la memoria del autor: la Francia de finales del siglo XIX y principios del
XX. El libro está narrado desde la posición social de Proust, la alta burguesía,
quien ambiciona el glamour de los Guermantes, representación de la capa más
alta y selecta de la sociedad francesa, buscando su compañía al principio de su
obra y decepcionado después por la mediocridad moral e intelectual de esta
clase social. Solamente el último libro -que es revelador y bellísimo- cuenta
el final de esa época y el devenir de una nueva era (narra lo que sucedió hace
un siglo aproximadamente, un cambio de era como el que estamos sufriendo ahora)
y muestra los despojos de ese gran mundo, los personajes marchitos aunque aún hirientes,
irónicos y vivos.
Es en la biblioteca de la casa de los Duques de Guermantes, tras la guerra,
mientras espera que finalice la primera pieza de un concierto para unirse al salón,
cuando se da cuenta de cómo un pequeño incidente, un tropiezo, un olor, un
sabor, le lleva en la memoria a aquella época anterior donde sucedió algo
similar y ve claramente que su obra tiene que versar sobre esto, atrapar la
memoria y hacer que las sensaciones individuales del autor se transmitan a
través de la lectura haciendo evocar al lector su vida pasada, para ello debe
aislarse del mundo y recrear todo lo vivido, pensar sobre ello y transmitir a
través de las palabras sus pensamientos y experiencias. Así se cierra la rueda
de su plan, de su obra literaria que tiene que abrirse al lector (o lectora)
como una naranja madura y dulce.
Nombrar los lugares donde transcurre el tiempo proustiano: Combray, Balbec
y París, es referirse a toda una vida en su cotidianidad y en su
transformación, con personajes tan meritorios como su madre, Swann, Odette,
Gilberta, Francisca, Bloch, Bergotte, la Duquesa de Guermantes, su abuela, el
señor de Norpois, la señora de Villeparisis, Andrea, Albertina, Monsieur de
Charlus, Saint-Loup, Jupien, Raquel y un largo etcétera, personajes que vienen
y van a lo largo de los volúmenes evolucionando en ellos con la naturalidad con
la que se evoluciona con el paso del tiempo. Este es uno de sus méritos, en mi
opinión, enorme.
Su legado es impresionante, el eco de sus libros está en muchos otros, por
no decir en todos los libros de todos los autores que directa o indirectamente
lo han leído desde su primera publicación (1913-1927). Hace poco tiempo leía el
libro “El ala izquierda” del rumano Mircea Cartarescu y mientras lo iba leyendo
me venían esos ecos proustianos de melodía inacabada, de laxitud extrema, de
belleza de la razón difícil de expresar.
Puede ser que Proust sea demasiado complicado para nuestra época acelerada
y presa de lo políticamente correcto, o que su prosa demasiado extensa y
reiterativa nos enerve, pero merece la pena desesperarse y tirar el libro,
despotricar y al tiempo volverlo a coger, saltarse algunas páginas -si es
necesario muchas- y disfrutar de las siguientes porque en él hay una técnica
soberbia capaz de atrapar el momento, de rememorar el pasado y captar lo
efímero de la vida, hay literatura no juego, hay arte y reflexión y su
sabiduría nos hace más exigentes como lectores y como creadores.
El análisis vertido sobre la sociedad de su momento dice más que muchos
libros de historia. El resultado es tremendo, demoledor y portador de una
infinita ternura.
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