El conde Lev Tolstoi (1828-1910) vivió una vida larga
buscando el perfeccionamiento. En su juventud se inclinó por el éxito y el
dinero pero conforme envejecía su espíritu buscaba desesperadamente el sentido
de la vida. Analizó en muchos de sus escritos la sociedad de su tiempo y en
1899 publicó su novela: “Resurrección” donde desgrana el mecanismo de la organización
social de su época explicándonos nítidamente como se carga sobre los hombros de
los de abajo las culpas de los de arriba, especialmente sobre la mujer. Entre
sus últimos escritos, cada vez más tendentes a explicar la sociedad y a convencer
a cada ser humano de que el camino de la opresión no es el camino, está el
cuento que transcribo a continuación. Tal vez hoy pueda ayudarnos a replantearnos
la sociedad en este tiempo de comenzar otra vez. Ahora quizá tengamos otra
nueva oportunidad para hacer las cosas de distinta manera.
(1903) Fábula.
Hay entre los indios de América del Sur la siguiente
leyenda:
Dicen que en un principio Dios creó a los hombres de tal
manera que no necesitaban trabajar, no necesitaban un techo, ni ropas, ni
comida, y todos vivían hasta los 100 años sin conocer la enfermedad.
Pasó el tiempo y cuando Dios volvió para ver como vivían
los hombres, vio que, en vez de estar alegres con su vida, cada cual estaba
preocupado por sí mismo, disgustados unos con los otros, y tenían organizada la
vida de tal forma que no sólo no se alegraban, sino que la maldecían.
Entonces Dios se dijo: esto es porque viven separados,
cada uno para sí, y para que no fuese así, Dios hizo que los hombres no
pudieran vivir sin trabajar -para no sufrir frío y hambre tenían que construir
casas, cavar la tierra, cultivar y coger los frutos y cereales-.
El trabajo va a unirlos -pensó Dios-, uno sólo no puede
cortar y transportar la madera y construir una casa, solo no puede preparar las
herramientas, sembrar y recoger, hilar, tejer y coser las ropas. Comprenderán
que cuanto más unidos trabajen, más producirán y mejor vivirán Y esto ha de
unirlos.
Pero los hombres vivían peor que antes, trabajaban juntos
-no podían dejar de hacerlo- pero no en común.
Estaban divididos en pequeños grupos, y cada grupo
trataba de robarle el trabajo a los otros y todos se estorbaban, gastaban
tiempo y fuerza en la lucha, lo que era malo para todos.
Viendo que así los hombres tampoco estaban bien, Dios
decidió que las personas no conocieran la hora de su muerte y pudiesen morir en
cualquier momento. Se les anunció.
Sabiendo que cualquiera de ellos puede morir en cualquier
momento, pensó Dios, no van a enojarse unos contra otros y estropear las horas
de vida que les están destinadas. Pero no fue eso lo que pasó. Cuando Dios
volvió para ver como vivían ahora los hombres, vio que la vida de ellos no
había mejorado.
Los más fuertes, aprovechándose de que las personas
podían morir en cualquier momento, sometían a los más débiles, matando a
algunos y amenazando de muerte a los otros. Y se estableció una vida en la que
sólo los fuertes y sus descendientes no trabajaban y vivían ociosamente. Los
débiles trabajaban más allá de sus fuerzas y sufrían por falta de descanso.
Unos recelaban de los otros y se odiaban mutuamente. La vida de los hombres se
tornó más infeliz.
Al ver esto, Dios, para remediar las cosas, decidió usar
un último medio: Envió a la humanidad todo tipo de enfermedades. Pensó que si
todas las personas conociesen la enfermedad, comprenderían que las personas
sanas tendrían compasión por los enfermos y los ayudarían para que, cuando
ellos enfermasen, los sanos los socorrerían.
Y Dios dejó otra vez a los hombres, pero cuando volvió
para ver como vivían ahora, vio que desde que les dejó las enfermedades, la
vida de los hombres se tornó todavía peor. La enfermedad que, en la idea de
Dios, debía unir a los hombres, los había dividido aún más. Aquellos que
obligaban por la fuerza a otros a trabajar, también los obligan a cuidar de los
enfermos. Y aquellos que eran forzados a trabajar para los otros y a cuidar de
los dolientes, estaban tan extenuados por el trabajo que no podían cuidar de
ellos y los dejaban sin ayuda. Y para que la visión de los enfermos no perturbase
los placeres de los ricos, crearon unas casas donde los enfermos sufrían y
morían sin la simpatía de aquellos que tenían pena de ellos, contrataron a
personas que las trataban sin piedad, incluso con repugnancia. Más allá de
esto, como la mayor parte de las enfermedades eran consideradas contagiosas,
recelaban del contagio y no se aproximaban a ellos y se alejaban lo más posible
de ellos.
Entonces Dios se dijo: Si ni siquiera de esta manera
consigo llevar a los hombres a que comprendan donde está su felicidad, los
dejaré aprender a su manera, por el sufrimiento. Y Dios los dejó solos.
Y dejándolos libres, los hombres vivieron mucho tiempo
sin comprender que pueden y deben ser felices. Sólo en los últimos tiempos
algunos de ellos comenzaron a comprender que el trabajo no debe ser una pose
para unos y una esclavitud para los otros, sino que debe ser una ocupación
común y feliz para todos, que las una. Comenzaron a comprender que con la
constante amenaza de la muerte para cada uno de nosotros, la única cosa
racional para cualquier persona consiste en pasar alegremente, en concordia y
amor, los años, los meses, las horas y los minutos concedidos a cada cual; así comenzaron
a comprender que la dolencia no sólo no debe ser motivo de división, sino que
debe ser motivo de amor y de unión entre todos.
Traducido del libro:
“Os últimos escritos (1882-1910)” Relógio d’Água Editores, 2018.
