miércoles, 15 de junio de 2016

El idiota de Fiedor Mijailovich Dostoievski




Leyendo a Dostoievski en su libro -enorme en varios sentidos- “El idiota” me he planteado la función de la literatura, de esta literatura en el tiempo en el que fue publicada (entre 1868-1869) y leo que se publicó por partes para una revista rusa llamada: El mensajero ruso, y esto me hace entender mejor las dimensiones y el carácter del libro y como es inapropiada para el mundo actual donde las series, los programas de cotilleo, los programas seudo políticos, internet y su información rápida y no excesivamente sesuda nos quita el tiempo, nos distrae demasiado bien para buscar otros entretenimientos anacrónicos. 

“El idiota” y toda la obra de Dostoievski pertenece a ese tipo de libros que tan pronto te sorprenden como te sorprendes pensando en otras cosas mientras lees. Este tocho decimonónico contiene tanta paja como calidad y por eso quizá sea pasto del tiempo, esperará en los estantes momentos mejores o a gente excesivamente curiosa, pero lo que es claro es que este tipo de novela casa mal con la vida moderna aunque haya propuestas actuales que sigan esta estela (sobre todo si al número de páginas nos referimos).

Hoy me he topado con una mini entrevista del escritor Héctor Abad Faciolince que viene al caso porque en ella dice que no tiene paciencia ya para leer obras de 500 páginas, http://cultura.elpais.com/cultura/2016/10/26/babelia/1477507330_773594.html (esta sobrepasa las seiscientas). 

Somos hijos e hijas de nuestro tiempo aunque asomarse al Dostoievski psicológico, reflexivo e inabarcable no viene nada mal (aconsejo en caso de vagancia u otras enfermedades que tengan que ver con el tiempo leer la primera parte y si hay ánimo la última).

En "El idiota", un joven príncipe Nikolai Andréievich Pávlischev, epiléptico (como el autor que también lo era) vuelve de Suiza donde ha estado tratándose de su enfermedad muchos años, regresa con un hatillo y solo, más solo que la una, a las frías noches de San Petersburgo y de Pàvlousk. Su idiotez no es tal, su carácter enfermizo y débil son el caparazón de una persona noble (en el sentido de ético y justo). Impresiona, por ejemplo, sus filosofías sobre la pena de muerte (capítulo V del Libro Primero) donde cuenta que en Francia vio como un hombre era llevado al patíbulo, describe la imagen y al lector se nos hiela el cuerpo y el alma, máxime si conocemos que al autor en la vida real le pasó algo muy similar a lo que cuenta: condenado a muerte se le conmutó la pena frente al patíbulo, a última hora. Dice el protagonista: “¡Es extraño que en los últimos segundos son muy pocos los que se desmayan! Al contrario, la cabeza vive y trabaja terriblemente, con mucha, con muchísima fuerza, como una máquina puesta en movimiento, me imagino que golpean en ella diversos pensamientos, todos incompletos y acaso ridículos (…) No obstante, lo sabe todo y todo lo recuerda, hay un punto que es imposible olvidar, y es imposible desmayarse, y todo gira en torno a ese punto. ¡Y pensar que esto es así hasta el último cuarto de segundo, cuando la cabeza está ya sobre el tajo y espera, y… sabe, y de pronto escucha por encima de él cómo resbala la cuchilla! ¡Porque la oye infaliblemente! ¡Puede ser una décima de segundo, pero lo oye!”.

El carácter psicológico de los personajes, las conversaciones interminables, los monólogos dentro de la conversación, la infinidad de escenas corales que contiene delata que estamos ante una forma de hacer novela y literatura monstruosa, grande, que abarca todos los ámbitos de la vida. 

Bolaño abogaba por la gran novela (que se caracteriza no sólo por el número de páginas) y así fue como concibió sus dos obras más celebradas: “Los detectives salvajes” y “2666”. Pero este escritor también es un caso de otro siglo.

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